Y yo miraba aquel rostro mudo,
que me correspondía con sus ojos vacíos, inspirándome temor, sus hermosas facciones
iban volviéndose grandes manchas que jugaban con el papel y el tiempo sobre esa
vieja estampa.
Era un ser sin nombre, al
menos para mí, y cada vez que pasaba frente a ella no podía evitar dirigirle mi
mirada, sabía robarse mi atención, aunque no puedo decir que me simpatizara, todo
en ese ser me era extraño: las delgadas cejas que enmarcaban sus ojos azules,
esos labios delgados siempre pintados de rojo que parecían guardar un secreto, y ese espejo en el que
habitaba… retribuyendo mi reflejo, lleno de mis indígenas ojos tristes.
Siempre me dijeron que todos
teníamos la mirada así, que era nuestra raza, llena de historias… y claro, yo
tenía las mías, pero llenas de preguntas con respuestas inconclusas, estaba allí
sin saber el porqué, día tras día sintiendo el aroma del limón dulce, en esa
casa de grandes árboles, saturada por el olor de la menta, la ruda y la
albahaca.
Pero ella también parecía
afligida, a pesar de su hermoso y plisado vestido blanco, de su belleza y el
lugar glamoroso donde parecía desenvolverse. Después de todo no éramos muy
distintas, dos miradas melancólicas encontrándose a miles de kilómetros de
distancia, a décadas de lejanía, pero unidas por un sentimiento… la soledad.
Para:
Marlene Dietrich, Der blaue Engel (El Ángel Azul)
0 comentarios:
Publicar un comentario