Apenas podía alcanzar
el mostrador de la cocina, pero mi corazón latía fuertemente al ver todos los
ingredientes convenientemente dispuestos en él…sobre todo los dulces: chispas
de chocolate, sirope, confites de colores, merengues, rojas y enormes fresas.
Mis ojos curiosos y golosos seguían cada
paso del proceso, mientras brincaba alrededor de la cocina.
El batidor se movía
vertiginosamente y cada ingrediente iba tomando su lugar, el dulce olor de la
vainilla invadió el ambiente, lo aspiré con todos mis sentidos, y éste se quedó
profundamente grabado en mi ser, como
una huella indeleble, que nunca obedece al paso del tiempo.
De pronto, mi mamá se
volteó y con gravedad cómica dijo: “ha llegado el momento”, se dirigió a los
estantes y tomó un delantal de color rosado, con lindos encajes y me lo puso
con cuidado, rematando su labor con un hermoso lazo. Me subió en un pequeño banco, y colocó mis propios materiales en el mesón, era
el instante mágico en el cual debería ejecutar mi propia torta.
Estaba emocionada, batí todo hasta que la mezcla estuvo lista,
luego con cuidado ella me ayudó a engrasar el molde y antes de meterlo al horno dijo estas palabras “que estas tortas queden bien y bendigan
nuestras vidas”. Éstas serían una sentencia especial, que se repetiría
continuamente a través de los años.
Luego, la espera…ansiosa
le preguntaba: “¿Ya va a estar?, ¡Aún no,
tienes que esperar! me decía ella riendo. Mi pregunta se repetía cada 5 minutos
y pacientemente me respondía lo mismo.
Hasta que llegó el tiempo de sacarla del horno, la cocina se impregnó del dulce
olor, allí estaba… no era la mejor del
mundo, imperfecta, torcida, desnivelada, pero yo la admiré emocionada y le
sonreí a mi mamá mostrándosela con
orgullo, mientras ella con una gran sonrisa en los labios me dijo: ¡Esta es tu
primera torta de pan!
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